Cuentos por entregas | Visita después de medianoche #1
Publicado por Aran en
Bienvenidxs de nuevo a mi blog, hoy la primera entrega de otro de mis Cuentos por entregas «Visita después de medianoche». En este caso se trata de una historia que escribí en abril de 2012, un relato de misterio que voy a dividir en dos partes para publicarlo por aquí. En este caso si que lo he corregido un poco ya que mi estilo ha ido cambiando con los años, aunque he dejado el estilo que tenía para poder ver mi evolución.No soy muy de escribir relatos ¡me parece muy díficil! pero espero escribir más e ir mejorando cada vez.
El primero que publiqué «Maldito Karma» podéis leerlo aquí. Espero vuestros comentarios ¡Muchas gracias por leerme!
La señora Martin estaba sentada en su sillón favorito, como cada sábado, veía su programa preferido de la tele con la cena en una pequeña bandeja. Se reía y hacía zapping en los anuncios. A veces se levantaba para ir al baño o coger algo de la nevera. Eran sus noches de sábado, una noche para disfrutar sin preocuparse de la hora.
Pero ese día no fue como los demás. Mientras la señora Martin veía con interés su programa, inesperadamente, llamaron a la puerta. Al principio, ella creyó que se trataba de la televisión o que llamaban a los vecinos. Así que siguió a lo suyo. Segundos más tarde volvieron a llamar insistentemente. Extrañada, la señora Martin bajó el volumen. Era su puerta. Se levantó refunfuñando. Y miró el reloj. Las doce y un minuto.
— ¿Quién será a estas horas? — se preguntó.
Antes de abrir la puerta miró por la mirilla y lo que vio le sorprendió.
— ¿Quién es usted? — preguntó tímidamente antes de quitar los cerrojos.
— Señora Martin ¿Cómo está? ¿Podría dejarme pasar?
— ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
— Solo hablar con usted — su voz era hipnótica y muy convincente.
Quitó la cadena, el hombre que estaba al otro lado de la puerta era alto y la señora Martin no sabía qué edad podía tener, era joven y anciano a la vez. Era extraño. Llevaba un fedora gris oscuro, un abrigo largo negro y un pañuelo de cashemere de color rojo, además de guantes de cuero y unas botas finas de piel. Lo que más le sorprendió es que llevaba gafas de sol.
— ¿Es usted una estrella del rock? — le preguntó.
— Me halaga usted señora Martin — dijo sonriendo. Mostró unos dientes blancos y perfectos, en una sonrisa radiante y aniñada.
— Me parece que se ha equivocado de casa.
— ¿No es usted la señora Dora Martin?
— Si, esa soy yo.
— Entonces no me he equivocado ¿Por qué ha tardado tanto en abrirme la puerta?
— Es que estaba viendo mi programa favorito.
— Discúlpeme señora Martin. No lo sabía. — el hombre parecía nervioso.
— No se preocupe ¿Quiere pasar?
— Me encantaría.
El extraño se dirigió al salón y se quedó allí de pie. Era una casa pequeña y con muebles viejos, miles de recuerdos en forma de fotografías y olor a lavanda.
— ¿Quiere una taza de té? Hace frío fuera.
— Me encantaría. Muchas gracias.
La señora Martin se dirigió a la pequeña cocina y un rato después apareció con dos tazas de flores hasta arriba de té.
— Siéntese por favor.
El hombre se sentó en el sofá con las piernas cruzadas.
— Debe ser usted una estrella de cine, le habré visto en alguna película.
— Sé que me ha visto antes…
Sonó entonces el timbre del microondas y la señora Martin se dirigió a la cocina.
— Pastel de manzana ¿Quiere un trozo? Lo hice ayer.
— Claro, me encanta la tarta de manzana.
— No suelo tener visitas ¿sabe? De vez en cuando alguna de mis vecinas pero no se quedan mucho tiempo.
— Lo sé.
Se fue unos segundos a la cocina y apareció con un pedazo de tarta de manzana en un plato a juego con las tazas. Se lo entregó al desconocido y se quedó mirándole mientras cogía el tenedor y cortaba un pequeño trozo. Se lo metió en la boca y lo saboreó durante un rato.
— ¿Le gusta?
— Está delicioso, gracias.
— Es mi mejor pastel. A mi marido le encantaba.
Su mirada se tornó algo melancólica. Y entonces se quedó mirando la tele mientras el extraño sentado en su sillón se relamía con la tarta de manzana.
— ¿Todas las estrellas de cine llevan gafas de sol por la noche y en interior?
— Supongo.
— ¿Y puede saber por qué?
— No quieren que se les vean los ojos por las drogas, ya sabe, o las ojeras de haber estado de fiesta toda la noche, o por lo que tienen los ojos enrojecidos. O simplemente para hacerse los interesantes.
— ¿Y usted por qué las lleva?
— Fotofobia…no en serio, me gusta hacerme el interesante.— volvió a sonreír y su boca parecía cada vez más ancha, con muchos dientes.
— Yo ya he visto de todo en mi vida, nada me escandaliza.
— Lo sé, señora Martin ¿Podría ponerme un poco mas de té? Por favor
— Por supuesto.
La señora Martin se sentía a gusto con aquel desconocido en casa, su programa favorito ya había acabado hace tiempo y aunque la tele estaba encendida tenía el volumen al mínimo, solo se oía un murmullo de aplausos y risas. Un presentador de color naranja y pelo caoba se reía con ganas, mostrando sus blanquísimos dientes. Siempre la tenía encendida, le hacía compañía. Hablaba más con la tele que con cualquier persona.
Ese hombre al menos tenía tema de conversación. A pesar de que no sabía nada de él, le resultaba extraña e inquietantemente familiar. Su rostro aniñado, sus pómulos marcados. Si, definitivamente le había visto en alguna película o revista de cotilleo. ¡Un hombre famoso en su casa! Cuando se lo contara a las vecinas no se lo creerían.
— Me encanta el té. Es uno de los mejores placeres de la vida ¿No cree señora Martin?
— Por supuesto, pero yo creía que las estrellas de cine solo bebían vino y cosas sofisticadas.
— ¿Por qué se ha empeñado en que soy una estrella de cine? — preguntó y luego rió.
— Pero usted me ha dicho que…
— Yo no le he dicho nada señora Martin, usted ha creído que lo era por mi aspecto ¿Verdad?
— Pero he creído que…
El hombre suspiró, parecía nervioso. La señora Martin miró el teléfono. Estaba en la mesilla al lado del sofá donde estaba sentado el misterioso hombre. Su sofá. El sofá en el que se sentaba su marido. Pensó en él, la había dejado sola hacía más de veinte años. Sin hijos. Nada más que un cuchitril en medio de una ciudad enferma.
— ¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere?
— Son muy buenas preguntas pero la única que vale es ¿Por qué me ha dejado entrar? No me conoce ¿o sí?
La señora Martin se levantó de su sillón, ya no quería seguir allí, en su confortable salón donde veía su programa favorito de la televisión, cenaba, hacía punto, escuchaba la radio o limpiaba el polvo. Ese pequeño lugar donde se sentía segura y acompañada por el presentador de la tele o el locutor de la radio. Su única compañía en el mundo. Pero ahora se sentía atrapada como un ratón en un laberinto. Quería irse de allí pero intuía que…
— ¿Adonde va señora Martin? — le preguntó con una voz suave y delicada como la seda.
— Necesito…necesito…ir al baño.
— ¿Ha bebido demasiado té?
— No, es que…
— Está en su casa señora Martin, relájese.
El extraño sonrió de nuevo y eso asustó más a la señora Martin, que corrió a su habitación. Al lado de la mesilla estaba el teléfono. Cerró la puerta con pestillo y se quedó a oscuras y en silencio. No sabía a quién llamar. ¿A la policía? “Verá que un desconocido llamó a mi puerta y yo le he invitado a té y a tarta de manzana” No había nadie al otro lado de la línea que pudiera ayudarla. Tenía una vecina con la hablaba en el ascensor y con la que se encontraba en el mercado, pero era demasiado tarde para llamarla y creería que estaba loca.
Entonces llamaron a la puerta del dormitorio. Ella pegó un brinco al mismo tiempo que su frágil corazón.
— Señora Martin ¿Se encuentra bien?
Tenía una voz agradable. Así que la señora Martin se levantó y sintió que no había nada que temer, que no le haría nada. Que se marcharía y ella recordaría esa noche para el resto de su vida como la noche que dejó entrar a un desconocido a casa y le invitó a una cena tardía.
— Ahora salgo.
— Bien, me tenía preocupado.
Cuando salió se lo encontró otra vez sentado en el sillón, comiéndose otro trozo de tarta de manzana.
— ¿No le importa verdad señora Martin? — preguntó señalando el plato .— Es la mejor tarta que he probado en mi vida. Y eso es mucho.
— No me importa, claro que no.
— ¿Por qué no se sienta y charlamos un rato?
La señora Martin se sentó en su sillón. Se limpió las gafas y esperó a que el hombre hablara.
— ¿Quiere una servilleta? — preguntó ella.
— Si, por favor — le respondió.
— Ahora vuelvo.
[Continuará…]
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